Para Palmera Ardiendo
Saudade Cuernavaca
Andrea Torreblanca
Una ciudad en la que no se puede deambular no es ciudad. Una ciudad fracturada por grietas de asfalto, apabullada por el ruido, y oculta detrás de carteles políticos es una ciudad en ruinas, rota. La ciudad pobre, no es aquella que tiene pocas cosas, sino aquella ciudad que es abandonada por sus propios habitantes. Yo, quizá, soy uno de esos habitantes. Me fui de Cuernavaca en un exilio que no sé si llamar voluntario. La ciudad ya no me pertenece, aún cuando soy capaz de reconocer su fragilidad y añorar al mismo tiempo los rincones que sedujeron a intelectuales y artistas durante siglos; reconozco en dónde radica su encanto. Celebro a quienes la levantan cada vez que se cae, cada vez que un sexenio la hunde en la inopia. La ciudad de los pájaros y los perros quizá no avanza, pero sigue, continúa aún cuando no hay nada de donde asirse. Es probable que entre sus habitantes existe una resistencia que no tiene nombre; una resiliencia llena de orgullo y de lucha clandestina. Es ahí donde realmente está su magia, y no en los jardines detrás de los muros.
Sin haber nacido en ella, regresé hace unos años—por tercera vez—con la promesa de un futuro. Me había convencido de que en esta ocasión no se derrumbaría la posibilidad de construir espacios que sostuvieran lo local, lo común. Pero los ciclos se repiten, y una vez más, fuimos desplazados de la historia. Desertar puede ser sinónimo de traición y de renuncia, pero yo lo entiendo como quien necesita alejarse del terruño para, tal vez, volver después de la nostalgia. Cuernavaca, ciudad primaveral, vacacional, idílica e idealizada, en donde la esfera pública es benévola y complaciente, en donde el aire de verano impregna todo el año de algarabía y jolgorio; ciudad que nos hipnotiza en un trópico ilusorio mientras ocupamos los espacios en donde la vida social fluye sin descanso, en donde la arquitectura maltrecha no nos detiene para construir museos sin paredes; lugar en donde las albercas vacías, los edificios huérfanos y las casas deshabitadas han sido nuestros cubos blancos, las escuelas nuestro refugio y las aulas nuestros estrados. En Cuernavaca, todos somos dichosos y achispados, acríticos y fraternales. Quizá es la razón por la cual no deja de ser un imán que nos hace volver, sortear su fealdad y encontrar pequeños oasis entre las balas y los baches.
Es esta ciudad en donde hicimos de la precariedad nuestro espacio social y nuestro lugar de resignación, pero todo lo sólido se desvaneció en el aire, no por una modernización acelerada, sino por las razones equivocadas. La cultura fue evaporada por gobernantes, dirigentes y alcaldes. Los museos se invadieron de impericia; otros son páramos de urracas. Nos desaparecieron forzadamente de todos aquellos espacios en donde pudimos proyectar y concebir una ciudad más próspera y nos lanzaron a las calles desiertas. Lo vimos pasar todo frente a nuestros ojos, y las luchas, como todas las batallas, se debilitan, porque el miedo nos vuelve torpes; porque pensar en la fuerza social como capaz de urdir un entorno que nos corresponde es dejarlo todo, arriesgarlo todo, como quien se va a la guerra sin armas. En este aturdimiento, nuestra resistencia es esquiva, sustraída de una realidad política, porque sabemos que cuando la historia se repite nos traiciona a todos.
Aún así, hay quienes persisten y permanecen, quienes se adhieren como la hiedra a la ciudad y son capaces de añadir nuevas capas a la historia. Admiro y aplaudo a quienes son incansables, a quienes nos harán volver a una ciudad que en el fondo no está rota ni pobre, sino temporalmente sitiada por sátrapas; a quienes hacen arder todo y escriben en los muros de las calles “Pese a todo, imaginar.” Saudade Cuernavaca.